La inseguridad en las ciudades colombianas ha tomado un giro alarmante con el incremento de homicidios cometidos bajo la modalidad de sicariato. Estos crímenes, ejecutados de manera precisa y con armas de fuego, revelan un tejido criminal sofisticado que no se limita a la delincuencia común, sino que involucra redes con intereses claros y definidos. La facilidad con la que un sicario actúa evidencia la debilidad de las autoridades para prevenir estos actos.

El sicariato, lejos de ser un fenómeno nuevo, ha encontrado un terreno fértil en la ineficacia del sistema de justicia y la impunidad. Las víctimas, muchas veces vinculadas a disputas de poder, ajustes de cuentas o incluso conflictos personales, son atacadas en plena luz del día, sin que las autoridades logren frenar este espiral de violencia. Es aquí donde el Estado tiene una responsabilidad ineludible: el control sobre el porte ilegal de armas debe ser más estricto.

Mientras tanto, la población sigue atrapada en un estado de constante zozobra. El miedo a ser testigos o, peor aún, víctimas colaterales de estos ataques es real. No se trata solo de estadísticas, sino de una sensación de vulnerabilidad que afecta la vida cotidiana, alimentando la percepción de que la inseguridad está fuera de control.

Es imperativo que se aborden las raíces del problema: la economía criminal y las deficiencias en el control del territorio por parte de las fuerzas de seguridad. La acción del sicariato debe ser una llamada de atención para que, más allá de discursos y promesas, se implementen medidas que garanticen un verdadero cambio.

Por: Isaac Bohórquez

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