Los ataúdes integran una fila de dolores eternos. A los lados y detrás viajan rostros cansados de la guerra, de la vida, de los sueños, amantes de la muerte. Son hordas silenciosas que se acostumbraron al ritual de los sepelios. Caminan repudiando lo que hacen, pero lo deben seguir haciendo siempre, porque la guerra para ellos es el principio y el fin. En la escuela nos enseñaban a amar la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por… (Alexievich, 2014). Y no era basura retórica, los adultos creían en eso, para los autores de los textos esa era la receta que nos merecíamos. Pero los señores de la guerra no han hecho la guerra, ni la han vivido. Hablan en la televisión, rebuznan en la radio, alardean en Twitter, llevan estadísticas delirantes y se autodenominan defensores de la vida, pero en los listados de la muerte sus apellidos brillan de ausencia.

La guerra y la muerte nos han enseñado el largo camino del dolor. La palabra víctima se parece demasiado al término victimario. La frontera invisible que hemos erigido entre los dos vocablos se llama complicidad. Un día hablamos de paz, cambiamos la canción de la metralla por un libro de Saramago y nos creen. Al día siguiente sembramos de peajes impagables las carreteras por donde deben transportarse la yuca y el plátano que ha de amainar la miseria de las víctimas y el odio por el hermano se nos nota a leguas.

Entramos a la guerra a temprana edad y en la demagogia de la guerra crecimos sin saber cómo se cuelgan guirnaldas en el calendario de los sueños. Como lo hacían los demás niños. Por fortuna el ser humano deja que las cosas pasen y todo aquello que contiene el hedor a desdicha se queda atrás. No digo que el olvido exista. Digo que la resignación aparece y marcharse a cualquier lado deja de ser una expectativa imposible. Sin embargo el ser humano hace cuentas con la muerte para vivir y no al contrario. El misterio de la muerte está por encima de todo. Eso de una u otra manera explica que en Colombia haya que hacer un costoso referendo para preguntarles a las víctimas de la guerra si quieren vivir en paz.

Se entiende que la memoria retiene los momentos supremos que ha vivenciado. Entiendo que Colombia acostumbrada a la guerra permanente haya borrado de su diccionario íntimo la palabra paz. Entiendo la parte humana que hay detrás de todo ser humano, pero lo esencial es imaginar cómo proteger en el futuro a ese ser humano que está creciendo cerca de ti.

La guerra nos vendió a los guerreros infundados en el ropaje del heroísmo. Los vimos partir armados hasta los dientes, los rostros de niños apretados de terror, los dedos disponibles a disparar los miedos contra ellos mismos. Después los vimos regresar con la muerte regada en el cuerpo, envueltos en la bandera, sin la última sonrisa en el rostro, sin el padrenuestro de la madre amada, sin el café de las mañanas, sin los chistes de la esquina. Me gustaría escuchar las últimas palabras de ese joven antes de pisar la mina antipersona, las oraciones de la abuela para que no abandonara los lápices, el beso de la novia abnegada. Nadie quiere escuchar las letanías de comandantes y héroes, queremos escribir sobre los jóvenes sencillos que la guerra nunca retorna a sus hogares. Alexievich (2014) es lapidaria “cada vez la guerra nos gusta menos, nos cuesta más justificarla. Para nosotros ya es el asesinato, nada más. Al menos para mí lo es”.

Por ello entiendo cada vez menos que los defensores de la guerra acudan a la palabra impunidad para justificar la muerte de más colombianos. Defienden no la guerra, defienden los asesinatos. No les asquea la procesión silenciosa de ataúdes. Coleccionan argumentos irrefutables que los ubican por encima de la racionalidad imaginable. Sus tesis guerreristas provocan nauseas, vómito. No se han dado cuenta que la guerra y sus pontífices de la muerte hacen que sigamos siendo esa Colombia que se ahoga en la sangre de sus hijos. Deseamos ser otras personas para construir un nuevo país, una nación sin victimarios. Obviamente nos duele ese país que no existe, ese terruño folclórico y espontáneo que nos marcó para siempre, que nos dio la personalidad soñadora, la alegría increíble que nos define, esa patria de hermanos que corre por la venas. Ese pedazo de tierra se lo tragó la guerra y por esa pequeña razón ya no existe. No vale la pena dar la vida por un país que todo lo resuelve a las malas.

De esa Colombia me sigue sorprendiendo que un colombiano mate a otro por robarle un celular, o que un Procurador utilice el poder de su cargo para irse lanza en ristre contra la comunidad LGTBI, o que los guerreros legales se parezcan tanto a los ilegales dando de baja a civiles para obtener prebendas. O, cómo los medios de comunicación de carácter privado que deben estar del lado de la verdad, se alinean para aniquilar a los que piensan diferente. Eso sin duda alguna acentúa la guerra.

Los insurgentes, los soldados, los guerreros o como se llamen no podrían matarlos, llevaban varios días vagando juntos por el bosque, y si has pasado tanto tiempo con una persona, aunque te sea ajena, ya te has acostumbrado a su presencia, se te hace más cercana, sabes cómo come, cómo duerme, cómo son sus ojos y sus manos. No, ni hablar, los guerreros no serían capaces. Lo tuvo claro. Es decir, tendría que hacerlo él. Delante de mí recordó cómo los había ido matando. Tuvo que engañar a unos y a otros. Primero se alejó con uno de los prisioneros con el pretexto de buscar agua y le pegó un tiro por la espalda. En la nuca. A otro se lo llevó a recoger leña… Me sacudió la tranquilidad con la que lo narraba.

La historia de la guerra es la misma y a nadie le interesa. Importa la historia de los sentimientos de los guerreros, esas fichas del ajedrez, esos títeres de carne y hueso. Es necesario contar la historia de los sentimientos de esos oscuros personajes que inventan las guerras con sus muertos inocentes, conocer el tamaño de sus odios, preguntarles cómo se disfruta el efímero éxito con tantos muertos atravesados en la conciencia.

Por Lic Osmen Ospino Zarate

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