La camisa blanca hace rato se había convertido en una prenda transparente. Más que blanca, era sucia. Más que sucia, enviaba mensajes contundentes de pobreza. El niño extraviaba la mirada en los vericuetos de las ilusiones. Para ser sincero -pensó – la pobreza es un estado mental, en algún lado lo leí. Ser pobre es un asunto perteneciente a la arquitectura del conformismo. Cuando se habla de conformismo, en general, es cuando se le entrega la manija del éxito al dios de la suerte o a la ópera de la divinidad. En realidad las dos cosas significan lo mismo. El pantalón azul estaba en absoluto deterioro. En el pie de página del escudo que portaba la camisa se leía con claridad, “Educamos con lecciones de vida”. ¿Qué lecciones da la vida?, o, ¿qué acontecimientos de la vida sirven para darle lecciones a un muchachito que le huye a la miseria escalando el paradigma de la educación? Para mí lo anterior es una anécdota simple, no es verdad que la palabra tenga poder. El poder se nutre del conocimiento, el respeto por el otro y por la capacidad constante para aprender. No existe otro brebaje.
Bueno, para empeorar el asunto, aparece la palabra obediencia en calidad de apellido de ese o esa estudiante anónima que inspira éste escrito. Con sinceridad, obedecer no es sencillo, sobre todo cuando el contenido de la obediencia carece la mayoría de las veces de argumentos convincentes. Obedezca y ya, si no lo haces, te metes en problemas. Obedecer sin escanear el acervo de los miedos, las motivaciones del corazón y el papel regalo en que viene envuelto lo que se ha de obedecer, eso sí se llama problema, con mayúsculas.
El profe habla sin descanso del éxito y del fracaso, de la importancia chamánica de las Pruebas SABER, del privilegio insospechado de las becas del programa Ser pilo paga, de los cobros criminales de los peajes que empieza a sembrar el gobierno en las carreteras de la Costa Atlántica. A veces se pone serio y adusto, nos recuerda que la educación y el estudio es la única opción que nos queda. A veces acude a la broma artera y nos reitera lo mismo. Nos ironiza sobre la aristocracia insostenible de los jóvenes que sobreviven de los semáforos, sobre la cantidad de hijos que engendra la legión de pobres en el país y la manera como se reproduce de manera endémica la miseria a espaldas de los condones suizos.
No puedo negarlo me encanta la palabra éxito, aunque confieso que aún no sé cómo llegar a ella. Sé que es estudiando, pero hay un obstáculo insalvable, no entiendo lo que leo, escribo horrible y cuando quiero “pensar” en algo útil, el imperio tóxico de las redes sociales y su enorme capacidad embrutecedora hacen el resto. Hoy descubrí que leer, escribir y pensar son tres palabras inmensas: altas, anchas y largas. Chile, un país del sur del continente, se dio a la tarea de hacer que sus niños recorrieran sin amenazas previas las cumbres escarpadas de la lectura, las orillas difusas de la escritura y las contradictorias distancias para abordar la frondosidad del pensamiento. Así derrotaron los fantasmas de una de las más crueles dictaduras que aún avergüenzan a América latina.
Ah, ya entiendo, el éxito se relaciona íntimamente con la pasión que se le coloque al estudio. Sólo se puede estudiar más y mejor si se domina la lectura, la escritura y el pensamiento. Suena fácil. Si ya sé, se puede ganar el año sin aprender. Suele pasar. Son dos cosas distintas, pero solo funciona para Colombia. El único requisito que debiera existir para ganar el año debiera ser aprender lo que oferta la malla curricular. Por lo menos que uno sea capaz de repetir lo que se nos enseña, o relacionar lo que aprendemos con las cosas que pasan en la vida, o, por supuesto, elaborar un punto de vista sobre lo que piensan los autores de las teorías. Bueno así.
Son las 6 y 20 de la mañana. Es martes. El mototaxista huele a un sudor viejo, avinagrado. No tiene conversación argumentada, no opina sobre el posconflicto, no distingue nada de nada sobre nada. La vida para él se rige por el ejercicio biológico de la respiración. Sin duda alguna hace parte de esa otra Colombia que se observa desde la comodidad de un quinto piso o desde el glamour de una camioneta ultimo modelo. Ese país de donde vengo, pero al cual no quiero regresar, porque significaría que he perdido el tiempo estudiando.
Son las 6 y 25 de la mañana. Sigue siendo martes. Más de mil estudiantes por obra y gracia de la masividad de la matricula se convierten en mis colegas. Me acuerdo del chiste del éxito y el fracaso y siento que la competencia va a ser fuerte. El profe siempre dice que la pugna para llegar al éxito es con uno mismo, pues los demás están hechizados por Facebook, idiotizados en el Whatsapp, y ni más faltaba, colgando fotografías ataviadas de belleza en Instagram. Y que yo sepa, en esas redes de Internet no enseñan a leer, a escribir y mucho menos a pensar. Eso es para cerebros inteligentes. Se oye bien eso de ser inteligente, cierto.
Cuando observo a mi mamá va precipitada por la mitad del padrenuestro, luego seguirá con el Dios te salve María y después me enviará envuelto en sus dedos encallecidos el ritual de la cruz. Ella soluciona, lo que no tiene solución, así.
Mi madre tiene cincuenta años mal llevados y está levantada desde la cuatro de la mañana. Sé que no va a desayunar hoy, pues su naturaleza de madre le hace colocar en mi boca el cien por ciento de la comida que era para dos. No sé qué significa “eso” hoy, después me tocará aprender que “eso” se llama amor. Fiel a su fanatismo católico me insistió con el rostro enseriado que diga amén. Digo, amén. Me sonríe sin alegría, se le nota el orgullo y la preocupación al mismo tiempo. Ese orgullo materno la hace devolverse a pie sin chistar por lo menos treinta cuadras. Para ser preciso, no está haciendo ejercicio, está asegurando el almuerzo. Pienso en la cena. Pienso en el miércoles. No es el cerebro el que piensa, es el estómago quien me recuerda que lo más cercano que conozco de la palabra éxito, es que es el nombre de una cadena de almacenes en la ciudad.
Sin embargo las palabras obstinadas del profe me revelan que de aquí voy a salir no sólo con un diploma de bachiller, saldré con la palabra éxito como apellido.
Hay muchos árboles de mango, la gente entra y sale, el coordinador revisa. No quiero pensar en el año 2021. Esto se pone bueno.
Por Lic Osmen Ospino Zárate