Las sillas del inmenso teatro están vacías. El aire fresco de ésta Bogotá desencantada corre de derecha a izquierda y de arriba abajo. El relato de la guerra es la narrativa extraña de la violencia entre los vivos que están muertos y los muertos que nadie deja morir definitivamente. En eso se parece a las clases perfectas de las instituciones educativas colombianas. Nadie muere en forma tajante, el filo de la muerte es una dentellada decadente que no asusta como antes. Los combatientes hacen el camino marchando entre una pléyade de campesinos harapientos que agitan banderas blancas para saludar algo que no conocen pero anhelan, la paz. Los estudiantes hacen lo mismo, quieren ganar el año. ¿Nadie sabe para qué?
María Elvira estudia Derecho en la Javeriana y Fabián es un prospecto brillante de la facultad de Filosofía y letras de la Distrital. Los relatos poderosos del cine independiente los unía. Los unía el cine y un amor desganado pegado el uno al otro por la goma de la intelectualidad, y no, eso está claro, por la magia clandestina de una promesa hecha entre besos y caricias torpes, que lo acordado duraría toda la vida. Toda la vida es un jurgo, un jurgo es una vaina larga, ancha y alta inventada por la gente común y corriente para reemplazar sin tantos detalles insustanciales un asunto incumplible. Los unía la pasión por entender el país en que habían nacido, comprender esos relatos enloquecidos de la guerra y las múltiples formas de encontrarle sentido y compinchería a esa violencia vacía, débil y vulnerable que se nutre de nuestra ignorancia y de los variados empaques en que la estupidez se riega en la geografía del colombiano.
María Elvira sabe que Fabián es militante silencioso de las narrativas adversas de la angustia. Es un valduparense orgulloso, egresado de un Loperena ceremonial, en donde aprendió a tirar piedras y a conocer la diferencia letal que se teje entre las convicciones argumentadas y las creencias panfletarias. Era muy varonil, “Mayo” lo sabía, “Mayo” era el alias amoroso y orgásmico con el cual Fabián dinamitaba la inexpugnable fortaleza femenina de Maria Elvira después de cine. –La guerra es episódica, cierto, Fabián– Las palabras de María Elvira no llevan comillas como adorno suntuario, ni están acorraladas entre un paréntesis envenenado de sentido. Fabián abrazó a Maria Elvira como lo hacía siempre, era una señal ruda y muy conocida, para decirle que no estaba de acuerdo con ella. No estar de acuerdo con quien se ama es áspero y a veces cruel. –La guerra es mierda política que aparece cuando las ideas le huyen a las balas– Lo de la película es fantasía, es estupidez, es entretenimiento, es relato, es poder. La noche es espesa y una leve llovizna empieza a caer por los lados de La calera. El silencio es un monstruo gigantesco que impide decir lo que el otro o la otra no quiere oír. Es una creación inteligente que alarga los sentimientos y posibilita la convivencia pacífica entre las parejas. María Elvira y Fabián seguramente harán el amor hasta el amanecer, dudando incluso, si lo que sienten es amor, o es relato, o es un ejercicio de poder. Como si fuesen guerreros y guerreras de tribus enemigas que encuentran en la premura del juego de los cuerpos, una forma menos violenta de entenderse a sí mismo o a sí misma, o comprender que éste país es una madeja de absurdos, plenamente irracionales que nos recuerda la frase sórdida de Enrique Serrano: “no conocerse a sí mismo o al país en el que se nace, es un lujo estúpido”.
–Es un lujo tener amigos que andan mal de la cabeza-, dijo Fabián, mientras esquivaba los charcos que se habían formado en la calle. María Elvira lo contempla con fascinación: es alto, cabello ensortijado, 24 años, nacido en el Barrio Primero de Mayo, atlético, soñador… –A los locos los medicamentos los exasperan y empiezan a arreglar el mundo, es un privilegio escucharlos– “La memoria política se construye, escribía una amiga que anda mal de la cabeza, si fabricas un buen relato y lo mantienes vivo. Loco, me dijo mientras el enfermero le aplicaba una dosis de Valium en la vena para apaciguarla, la gente no recuerda los hechos sino sus recuerdos” (Arteta, 2017).
El resto de la noche llovió a raudales. Los fantasmas de la bruma se ubicaban al frente de la ventana de madera. María Elvira ronca como marinero de agua dulce, sus labios entreabiertos me recuerdan lo delicioso de sus besos, el cabello negro se riega en la almohada, gira rápidamente al contacto de mis dedos, es una señal femenina indudable, que todo hombre inteligente debe encontrarle sentido. A dormir se dijo.
No podía dormir. Las narrativas de la guerra son los relatos del día a día de mis estudiantes. Los maestros nos podemos convertir con exquisita facilidad en operadores de la politiquería de mentes estúpidas. En subalternos vulnerables y débiles de los discursos flagelantes de los sacerdotes del odio y de la mediocridad. Docentes prejuiciosos que le tienen pavor al debate y a los argumentos, que miden con abrumadora discreción las palabras correctas que complementan su cerebro de imbécil, que no piensan por sí mismos, sino que prefieren la receta autoritaria del libro, porque lo dice el libro y ya.
Los relatos del aula de clase pueden ser decadentes o contestatarios. Repetitivos o impredecibles. Pueden, que se yo, mostrar el camino, como un manual por ejemplo, en donde se le dice al estudiante: lea y recite. O, pueden, que se yo, ser acompañados por el camino de las incertidumbres, con un atuendo de pescador a hacer germinar las ideas, los sueños, las ilusiones, sin calendarios difusos, sin fórmulas estrafalarias… Averiguando, quizás, porqué 3 más 2 sigue siendo cinco, después de tanto tiempo, increíble, cierto, en vez de treinta y dos.
María Elvira gira nuevamente, encarama con dulzura y seducción la pierna desnuda sobre mi pecho, es una contorsionista consumada, dice algo parecido a un “te quiero papi”, sonríe y me aprieta lo más fuerte que puede. Y se duerme.
Tengo clase de Lectura crítica en décimo o en undécimo, a veces creo saber cómo funciona la colombianidad, mi mamá decía (loca de cariño por mi) que yo iba a ser irremediablemente un sentipensante, un llorón clásico que humedecía la almohada por cualquier maricada o un ser imaginativo, agudo, riguroso y ácido (esperaba que la vieja Tere se equivocase, pero no), ni de aquí ni de allá, terrígeno y sin raíces al mismo tiempo.
Y si, ser docente, aunque pude ser otra cosa, en éste país ambiguo, cambiante, frustrante, estúpido, ignorante, increíble, hermoso, multicolor, pluricultural y trepidante, es un lujo que pocos se pueden dar.
Por Osmen Ospino Zárate

