En la política, la justicia, el congreso, la calle, el salón de clase, de las puertas para adentro y de las puertas para afuera, por lo menos en un alto porcentaje del imaginario colombiano, la honestidad es un concepto en desuso.

En los campos de fútbol, en los suntuosos salones de los clubes de yupies, en las oficinas del Procurador, del fiscal general, en la poltrona de la Casa de Nariño, en la Corte de Pretelt, en las sábanas mugres de la extrema derecha, en los pertrechos asquerosos de la extrema izquierda, en las conversaciones cómplices de los apóstoles del crimen la honestidad siempre ha tenido, tiene y tendrá fecha de vencimiento.

En un País en donde el Procurador defiende a un delincuente, porque no se le pide la renuncia al resto de delincuentes, se muestra de manera lapidaria que la honestidad no es ni será el sello ético de los prohombres elegidos para tal dignidad. Quien defiende a un criminal usando su envestidura, es un criminal. No hay otra forma menos violenta de decirlo. Para este tipo de personajes la honestidad no hace parte de su equipaje racionalista.

En un vasto territorio, cuyo eslogan caricaturesco es Colombia es pasión, pasión desaforada por el poder, el dinero fácil y el odio descomunal por las minorías de todas las pelambres, es sin duda alguna una nación que maltrata a sus mujeres y asesina a sus niños ante la mirada encubridora de una clase política, casi sin excepciones, corrupta y aristocrática. Para estos personajillos ser honestos, es ser pendejos.

Pero el problema no es la política, no es la Presidencia, no es la Rectoría de las Instituciones educativas, no es la Gerencia del Centro comercial, no es la parroquia cristiana, ni la tienda de la esquina, son las personas que hacen politiquería, algunos les llaman pomposamente políticos. ¡Políticos¡ Aristóteles dio una bella definición de los políticos cuando los describió como hombres que, habiendo resuelto sus problemas de sostenimiento personal, se pueden dedicar por completo a la defensa de lo público y así labrar su inmortalidad. Honestos, con mayúsculas.

Aristóteles hacía referencia sin resquemores entre poquísimos a Carlos Gaviria Díaz, el impoluto exmagistrado de la Corte constitucional, quizás la última pléyade de honestos que habitó en ese espacio democrático, hoy tomada en su totalidad por delincuentes, digo togados, elegidos por la extrema derecha en los últimos 10 años. La silla de Gaviria Díaz ocupada por Jorge Pretelt es una prueba más que la cultura mafiosa sigue siendo la impronta del estado colombiano. Y la honestidad, un número incontable de rollos de papel higiénico de dudosa calidad.

Javier Darío Restrepo, connotado columnista capitalino, “da por supuesto que la política no es una actividad que se pueda desempeñar bajo la urgencia de llevar un mercado a la casa; mucho menos para poner el bien público al servicio de una familia. Algo bien distinto de esa mezquina realidad nuestra, es que la política es un negocio familiar que se mantiene a todo costo, aún si el titular va a parar a la cárcel o entra en el tortuoso túnel de una investigación. Es un ejercicio elemental el de averiguar qué pasa con las curules o los cargos de los procesados por parapolítica que, por decencia y respeto al bien público, deberían estar por fuera de toda sospecha. Asunto que importa poco, porque esos cargos públicos convertidos en el negocio de una familia nada tienen que ver con lo público, privatizados por el político”.

La honestidad es un término abstracto, lejano, etéreo… así lo definen los deshonestos para quitarle su peso específico. La honestidad para los delincuentes es como la ética para un abogado multimillonario y famoso, que argumenta sin perplejidad, que la ética “no tiene nada que ver con el Derecho”. No sé cuál. Tampoco recuerdo que Escuela de pensamiento jurídico es la que teoriza sobre esa diatriba espeluznante. Pero, por lo menos, en Colombia, la honestidad y la ética deben ser la base fundamental para la construcción de una nueva ciudadanía.

Una nueva ciudadanía que se forje desde la familia, las escuelas que le hacen publicidad a las pruebas SABER, los campos desminados, los medios masivos de comunicación que amen la verdad, las universidades públicas y las de garaje, las plazas de mercado, las iglesias, las playas inhóspitas… colombianos y colombianas que escaparon de las fosas comunes de la guerra y que ahora deben “huir” de la justicia colombiana. Una nueva ciudadanía honesta. Qué entienda lo que significa para la humanidad Manuel Elkin Patarroyo y Rodolfo Llinás, sin dejar de emocionarse con los goles de James Rodríguez o Falcao García. Qué entiendan de una vez por todas que la investigación científica va más allá del salto de delfín de una pelota de fútbol.

Nuevos colombianos y colombianas que tengan cero tolerancia al delito y a la ilegalidad, honestos al 150%. Compatriotas que comprendan que cualquier facineroso puede ser elegido con el ostentoso título del Gran Colombiano, pero de la misma forma puedan entender, que García Márquez no necesita de loas innecesarias para ser el más universal de nuestros coterráneos. La honestidad permite distinguir casi siempre un logro sin especulaciones de un “falso positivo”.

Un deshonesto vestido de servidor público es un auténtico peligro público. Sin excepciones.

Si alguno de ustedes, juiciosos lectores, encuentran a un servidor público que como parte de su andadura de honestidad defiende a capa y espada los bienes de las comunidades, es porque aún es posible encontrar joyas preciosas en el fondo del lodazal.

El lodazal de Mariano Alvear en la Fundación Universitaria San Martín, el de Jorge Pretelt en la Corte Constitucional, el de María del Pilar Hurtado, el de Bernardo Moreno… es tanta la inmundicia que de tanto olerla, ya no huele mal, la incorporamos sin contemplaciones a nuestra canasta cotidiana de horrores. Y, de contera, nos parece quijotesco un personaje honesto como el expresidente uruguayo, José “Pepe” Mujica. No por ser un personaje fabuloso de los cuentos de hadas de la política en América latina. Sino porque para encontrar un honesto en Colombia, es preciso hacerlo lejos de las esferas de la política…

Como encontrar una aguja en un pajar o una perla en un…

Osmen Wiston Ospino Zárate
Pedagogo:Normal Marina Ariza Santiago
Licenciado en Administración Educativa: Universidad San Buenaventura
Especialista en Metodologías del Español y la literatura: Universidad de Pamplona
Especialista en Educación con enfasis en evaluación educativa:Universidad Santo Tomás.
Diplomado en Políticas educativas públicas: Universidad Pedagógica Nacional.

Diplomado en Investigación Socio-jurídica: Fundación Universitaria del Área Andina.

Diplomado en Docencia Universitaria: Convenio INFOTEP-Escuela de Minería de la Guajira – EMG.

 

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