OPINIÓN: Sin compasión por Venezuela

La situación del país vecino (la muy lamentable situación) esta vez me llega al alma como indigente hambriento que toca las puertas de mi casa pidiendo qué comer, perplejo de ver cómo termino mi plato en su cara, y tajante y desalmado lo ignoro. Infortunadamente, por Venezuela puedo sentir de todo, menos compasión.

Si hacemos un análisis no tan profundo y privado de inteligencia emocional (así como la que le falta al soberano y centralizado presidente de Venezuela, Doctor Nicolás Maduro) la carencia de dinero, seguridad social, apoyo político, la inequidad y desolación que se vive en ese país, no es más que el resultado equívoco y alborotado de la pasión y estado de enamoramiento con que por años, el grito, la “revolución” y la paupérrima cizaña de “los pobres al poder” han controlado el esquema mental de las masas, quiénes felices escogen a sus líderes. GRAVE ERROR.

Es justamente ese detalle el que no me permite sentir compasión por nuestros hermanos bolivarianos; y menos, cuando lo obtuso de su gobernante ahora se disfraza de arrogancia, burlándose de los que, desesperados y desorbitados en su propia miseria, buscan salidas y se levantan en contra de un mal que ya tiene las arterias sociales destruidas. Aquí hay que aclarar que no estoy en contra de la política. Mi discurso parece el de un escritor disfrazado de hippie, que solo quiere develar los males de las minorías del poder y a través del resentimiento pretende hacer ver que lo gubernamental no sirve. Pero es todo lo contrario. Amo a la política, y siempre he sido un fiel convencido de que si ésta llegase a prosperar, la democracia daría los frutos dorados que ansiamos todos. Sería nuestra gallina de los huevos de oro de la igualdad.

Lo que si detesto imperantemente es a los políticos. Esos canallas que tergiversan el sistema y que con su corrupción y sed de llenar sus arcas e intereses personales, nos dejan atónitos ante el implacable resultado de las inyecciones de corrupción y falta de sensibilidad cuando deambulan por el poder, sin mirar el sufrimiento de quiénes pagamos las consecuencias de su desigualdad. ¡Qué más da!

Pero volvamos al inicio. No tengo en mi ser la más mínima piedad por lo que viven los venezolanos, porque ya ésta se me acabó en mi país. Vemos con asombro lo que allá está pasando, sentimos pesar por esa pobre gente que ya se ha aburrido de las patrañas y ahora quieren alzarse en un territorio donde poco o nada pueden lograr. Y es allí donde reflexiono y me toca quedarme callado viendo que ese es justamente el futuro que a iguales o mayores dimensiones le espera los que nos desvivimos por Falcao y Pékerman, los que mantenemos pendientes del primogénito de Carolina Cruz, los que pasamos horas rechazando y odiando los trinos productos de la imprudencia, los que estamos atentos a cualquier oportunidad para colarnos en las filas; los mismos que vivimos en pos de los memes y las cadenas que se difunden escandalosas por las redes sociales , y peleamos a muerte por el Real Madrid y el Barcelona.

Un día, cuando queramos salir a desaprobar lo que realmente tiene que importarnos, ya va a ser demasiado tarde. En vez de permitir que el odio y la simpatía por uno u otro candidato nos arrastre con su ego imperialista, ¡despertemos! Hoy son La Guajira y el Chocó. Nadie pelea por esos inocentes como cuando se discute el por qué Zidane no pone a jugar a James. Somos víctimas del tamal y de las reuniones en la terraza, de los eventos de cierre con los mejores cantantes y de las mentiras que nos trasportan al País de las Maravillas (creo que ni siquiera Alicia permitiría tanto abuso). Ojalá cuando volvamos a tener el poder en nuestras manos, hagamos patria y tratemos de cambiar la historia. Mientras tanto, me sigo lamentando y sintiendo compasión por todos nosotros. Ya no puedo tener mas. Nuestros espectros infernales son tal como los de los vecinos, por eso con lo que aquí pasa me basta. Dejemos de ser para siempre espectadores de la impotencia.

Por  RICARDO JOSÉ JIMÉNEZ JIMÉNEZ
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