38 grados se desparraman sobre la inmensa alfombra de hojas secas. Al lado crece la hierba grisácea. Emergen también Robles robustos, una Ceiba centenaria y varias matas de Pringamoza. A lo lejos se siente el rumor melancólico y a la vez violento de los Montes de María. Una región envuelta en el papel regalo del rezago social y la riqueza natural de sus labrantíos.

Voy a llamarlo Víctor. 45 años, tez morena, semblante adusto, mirada aguda, manos gigantes, fornido como una roca. En su mano izquierda lleva un machete brillante, en la derecha una lima con empuñadura de madera que desliza con precisión geométrica por la lámina de aluminio. Suéter Rojo, pantalón beige, botas pantaneras confirman su indumentaria para esa fecha trascendental.

Carolina en cambio es estudiante de Sociología. Para Víctor, Carolina, es mucho más que una joven de 25 años, que por estos días anda empeliculada con la Ley de víctimas, la Justicia transicional, la Restitución de tierras, el Posconflicto. –Asuntos panfletarios-, le dicen sus amigas de la Universidad Tecnológica de Bolívar. –La vida real-, les contesta risueña. –Lejos de esa pérfida línea amarilla que nos convierte en áulicos de nuestros miedos-. Su risa resuena a lo largo y ancho del pasillo. –Está loca– Piensan sus amigas. –Es posible-, piensa de sí misma.

Tiene el cabello larguísimo, como virgen de pueblo. Lleva una blusa negra con calaveras blancas, mangas largas. Si se le mira en detalle, es Angelina Jolie, solo que más elegante. Nadie sabe cómo se metió en ese Jeans desteñido, todos nos preguntamos cómo sigue sobreviviendo en semejante terreno agreste con los tenis converse de color rosado. –Mi abuelo era de Ciénaga de Oro, Córdoba y nos dejó una finca con naranjas; yo no voy por allá porque me pican los mosquitos-. Víctor sonríe. Es increíble tanta belleza junta en 1.65 centímetros de estatura. Víctor lo reconoce. Mientras eso ocurre huele a tierra mojada. La lluvia tiene tiquetes. La clase no puede aplazarse.

     Las instituciones educativas todas, pero especialmente la Universidad ha ido acumulando deudas sociales insalvables. Poco a poco se ha ido quedando sin interlocución válida con la ciudadanía y cada vez está más cerca de ser un “negocio” lucrativo a espaldas de los intereses colectivos de la sociedad. El estudiante de gafas oscuras piensa que ese tipo de sistema educativo no sirve. En parte le creo. La universidad sigue empeñada en “pensar” en abstracto, imponiendo “sentidos” ideológicos y huyéndole cobardemente al ejercicio multisemántico de entender la realidad, extendiendo de manera deliciosa las fronteras epistemológicas para elaborar varias hojas de rutas para “leer” el futuro, que nuestros niños y jóvenes han de “leer” con claves distintas y complejidades diversas. Por una razón obvia: la Universidad de hoy, es decir, los docentes de hoy, enseñan hoy, pero eso que los estudiantes aprenden hoy, debe resolver los problemas de hoy, y por supuesto, los de los siguientes años. Anticipar es el apellido que mejor le luce al docente universitario.

     La profesión docente implica elegir entre obedecer de forma ciega, sorda y muda la dictadura confortable de la línea amarilla o ser feliz.

     Castells, Sociólogo español, experto en Comunicaciones, lo afirma, “todo el modelo educativo está obsoleto, porque está basado en los modelos de trasmisión de información y al contrario, la innovación, la experimentación, la autonomía del estudiante es aun vista como un peligro, y no es culpa de los docentes, que están mucho más dispuestos a la innovación, es culpa de la organización de la escuela, de la burocracia del sistema educativo”. Lo anterior implica que los docentes son reos sumisos de una Institución educativa vulnerable, frágil y decadente. Incapaces, así sean una minoría, de conectar a través de los discursos pedagógicos, didácticos, evaluativos y cognitivos con esa realidad cada día más cambiante y compleja. ¿De qué sirve saber mucho de Ingeniería, Derecho o Biología, si esos discursos disciplinares se encuentran en la zona de confort de la línea amarilla?

La línea amarilla implica enseñar sin contexto hoy, mañana y siempre. Exige formar estudiantes que no existen, incorporar problemas insustanciales al aula y desoír aquellos que son reales. Implica, que se yo, ser un dador de clases que no se equivoca jamás, rayando en la perfección inocua. En contraposición a lo anterior añoramos docentes que se jacten de ser baquianos itinerantes, buscadores de las preguntas que nadie formula, lectores insaciables de abismos laberínticos, en donde lo más importante no es cuánto se enseña, sino qué se aprende, y si eso que aprendió fue así desde su origen, sus causalidades, sus problematizaciones, sus efectos. Si los elementos socios históricos y geopolíticos que hacen parte de su naturaleza seguirán siendo fundantes en la vida futura de los estudiantes de hoy. El quizá si o el quizá no, no debe ser un dilema existencial para el docente, ni una respuesta extraída del catecismo de la mediocridad; es sencillo: “la educación se debe organizar en torno a la libertad de experimentación, a la libertad constante de los mensajes que llegan de la sociedad y de la tecnología. La educación como experimentación continúa”, Castells, insiste.

Víctor es un campesino que siempre soñó con la Universidad. La Universidad como una casa de ciencias, en la cual “tirar piedras” y entender el mundo desde la sangre hirviente de la Filosofía hacían parte del menú cotidiano. Pero nada, la vida lo confinó tristemente a las lisonjas del sembrado, los cantos de vaquerías y a una violencia larvada y sistémica que le robó los sueños. La biblia de la desigualdad social lo bautizó de víctima por mucho tiempo y cuando se rebeló en contra de ese estado de cosas, “llegaron las amenazas y tuvo que huir por tercera vez”.

La hermosa Carolina ahora empieza a comprender no solo a Paulo Freire, a Eduardo Galeano o Alfredo Molano; ahora entiende que la Sociología no tiene sentido si no se “conecta” con la experimentación social, la autonomía personal; es decir, mientras otros estudiantes de la  Universidad Tecnológica de Bolívar, toman electivas como Cultura Oriental, Griega, Literatura, Dibujo o Arte, otro grupo de estudiantes emplea esos créditos en el conocimiento de las formas campesinas de producción, intercambio, consumo de alimentos y sustento. Además, se empapan de la tradición, historia, memoria y asuntos legales del campo.

Yo no sé si Carolina y sus compinches van a cambiar el mundo. Lo que está claro es que están buscando preguntas lejos de la línea amarilla. No quieren ser expertos en teorías, quieren solo saberla bien, no aspiran a ser celebridades cognitivas, una especie de Sebastián Yatra que dicta cátedra sobre las competencias socioemocionales, no sufren de “doctoritis aguda” crónica, solo desean alejarse del brutal bullicio de los halagos, fumar un cigarrillo en medio de un beso recargable quizás, tomarse de la mano y beber agua pura en alguna totuma ancestral, y si, después escribir, contarle a los colombianos y colombianas que existe una visión humanística para reafirmar las claves en las cuales será escrito el porvenir.

Víctor no cursó una carrera universitaria. En los últimos años ha hecho cursos y diplomados en Restitución de tierras, ley de víctimas y justicia transicional, financiados ni más faltaba, por organismos internacionales interesados en que por lo menos los estudiantes universitarios de éste país futbolero, entiendan por fin por qué aun una élite de colombianos insisten ferozmente, en que sus compatriotas se sigan matando los unos a los otros en una liturgia inacabable, para que ellos sigan atornillados al poder. Lo anterior no es una oración fanática de la izquierda terrorista latinoamericana, es una lección de empresarismo que las universidades convirtieron en ficción, en simulacro, en una guerra de buenos y malos. Yo creo que es deliberación, debate, crítica, reflexión, conexión, experimentación permanente, historia recontextualizada; la universidad que sueño para los colombianos y colombianas que vivirán en este territorio los próximos 50 años. Sin líneas amarillas que les ordene dramáticamente: oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal, o, dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo…

Lo que a continuación escribo es la gramática en la que se está construyendo el futuro en Latinoamérica: Retroexcavadoras gigantescas, camiones pesados, maquinarías de todo tipo, obreros sombríos que respiran el oxígeno miserable que proviene de la pésima educación en la que se formaron irrumpen e irrumpen sin pausa alguna. Convierten en pocos meses trochas intransitables en confortables avenidas que nos acercan inesperadamente al concepto mítico de calidad de vida, ¿alguien sabe qué es esa vaina?, casas desvencijadas en lujosos centros comerciales en donde se materializa con especial morbo el verbo vitrinear, negocios familiares o politiqueros en suntuosas universidades que piensan que Rousseau es un detective sórdido infiltrado en una multinacional que corta y pega documentos reservados llamada Wikipedia.

Mientras tanto los docentes se regodean de su deporte favorito: dictar clases.

¿Clases a quién?, ¿a unos estudiantes que no existen?. ¿Información que todos tienen a la mano?, pues sí. ¿Transmitiendo conocimientos?, si, como cuando se conecta un televisor a una fuente de energía. ¿Repitiendo, mecanizando, entrenando, orando?, aja, ejercitando la fábula de los simulacros. Pero saben qué, los estudiantes, algunos, una minoría, ya cayeron en cuenta, saben qué es la línea amarilla, la reconocen hasta en sueños, saben cuánto mide y por qué es lumínica, saben hasta dónde llega y qué daños colaterales propicia.

También saben cómo alejarse de ella y si no lo saben, no importa, siempre habrá un docente empeliculado, tranquilo, que les contará, en clave poema, en clave crítica, en clave canción, en clave chiste, como saltar la línea amarilla sin dejar de lado que sus vidas comienzan realmente en los próximos 20 años.

A medida que los machetazos de los estudiantes se hacen más fuertes, el terreno va quedando despejado y la clase termina. -¿Qué tal la primera experiencia con el machete en la mano?- Víctor, pregunta. Carolina, contesta: –Agotadora

Por supuesto, la universidad nos enseñó la teoría por un lado y la praxis por otro. Incluso inventó una palabreja impracticable, vanidosa y soberbia que aun repite con insistencia: lo teórico-práctico.

Sin embargo olvidó lo relevante: los cambios, el porvenir, las claves… y se olvidó de los estudiantes, que al fin y al cabo, son todo.

 

Por Osmen Ospino Zàrate

   

 

 

 

 

 

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