La noche es una damisela de larga cabellera que se desparrama todos los días sobre la piel luminosa del mundo. El mundo de Belén, mi nieta, no escapa a esa lenguarada de fuego frío. La noche a veces es un paralenguaje que se mimetiza por los acantilados de la tarde. La sonrisa se arrincona en los labios, las palabras se abrevian, de las manos dejan de brotar las caricias, como palomas grises que se alejan, no sin antes mirar con sus ojos rojizos, de soslayo, el agua oscura que se escurre de la pelambre de la noche.

Belén es lenguaje. El lenguaje le da vida a todo. Es el origen de todas las especies. Hace más de 60.000 años, cuando los dragones rodearon al mundo con el ardor incandescente de la ira. El cielo tenía tonos rosados.

No se puede entender el mundo sin lenguaje. No puede haber imaginación infantil sin ese dragón de alas gigantescas y escamas doradas. A los 5 años las mariposas son dragones, las palomas torcaces igual, el enjambre de abeja que anida encima de la sala de Profesores también. Tener 5 años es tener dragones revoloteando, escondidos, sumergidos en la lonchera, en la gaveta de la Miss, en la piyamada del sábado.

Belén tiene 5 años y cursa un Doctorado en Ciencias para dragones. En las noches confronta, difiere y argumenta sobre los valores familiares, la escuela, la religión y el estado en relación a los dragones. Dragonea todo el tiempo. Para eso tiene 5 años.

De día Belén asiste a un buen colegio en Valledupar. Me reservo el nombre. Ahí le enseñan cosas interesantes sobre las clases sociales, el origen de las razas, el calentamiento global y algunas normas de comportamiento. El bolso rosado con figuras que reafirman su feminidad, la cartuchera repleta de útiles inútiles, la carita embadurnada de cansancio, son las 2 y media de la tarde, todo es lenguaje. A espaldas del lenguaje, incluso.

Qué va: son dragones– Piensa, Belén. Uno, de torso amarillo, el del conocimiento; el de alas verdes, el de las creencias; el que vomita fuego azul, el de las leyes; el juguetón, el de las reglas morales… y así sucesivamente. El lenguaje con su ropaje de inverosimilitud y las lecturas con su mascarada multidimensional hacen la tarea. La educación disfruta. Aun así, “tal vez el futuro de la educación no sea otro que el retorno obsesivo a los libros para recuperar los mejores relatos de humanidad posibles” (Cajiao, 2019).

Más allá de los dragones de Belén se necesita que los niños del país anuden a sus pequeñas manos a los libros. Libros sutiles, esplendorosos, salvadores. Que posean el poder de alejarlos de las armas, del odio, de la intolerancia.

Érase una vez un dragón llamado Pepito. Tenía alas de color azul, enormes, que a duras penas cabían en la habitación, el fuego que brotaba de la boca llenaba de mermelada de piña la sala y el patio. Pepito se marcha. El estómago lo extraña. La Miss intenta sin poder hacerle creer lo contrario.

Educar en ese contexto implica elaborar una red de sentimientos, pensamientos, ideas y razones que puedan traducirse en múltiples relatos que hagan de la humanidad un lugar propicio para curiosear el futuro. Pues no basta con que la tecnología avance a velocidades inusitadas. No basta con que los discursos políticos siembren el mundo con fronteras anárquicas para entender la realidad. Las recetas fulgentes y la normatividad despótica en el tema educativo incrementan brechas sociales, decantan frustraciones… hace que los dragones vomiten miserias.

Dicho de otro modo, la educación nos hace humanos, en un largo proceso geopolítico y sociohistórico. De todas formas se debe comprender a regañadientes que los cambios radicales de las últimas décadas provienen más de la industria del entretenimiento que de las entidades de investigación universitarias.

Eso hace que estemos más cerca de la imagen del hombre de las cavernas arrastrando a una mujer por los cabellos a una cueva inhóspita que de la felicidad. En relación a lo anterior, Geertz (2004), reitera que “el hombre se hizo hombre cuando, habiendo cruzado un Rubicón mental, llegó a ser capaz de transmitir conocimientos, creencias, leyes, reglas morales y costumbres a sus descendientes y sus vecinos mediante la enseñanza, y de adquirirlos de sus antepasados y sus vecinos mediante el aprendizaje”. Belén sabe que no hay dragones buenos ni malos. Sino intencionalidades semánticas. Me observa y sonríe. Frunce el ceño.  En ese momento soy un viejo marinero con rostro de cajero automático. No le reprocho nada. Le doy un beso. Se limpia la mejilla. Y sigue hablando de dragones sin parar.

Mientras Belén va de mi mano la globalización de la economía empequeñeció al mundo, la invasión digital se envenenó de noticias falsas; los dilemas existencialistas, los prejuicios multifacéticos y las creencias disfuncionales se convierten en dardos de verdades irrefutables que pululan en las redes sociales. La educación debe ser repensada. Advierto.

No puedes comer helado de fresa– Le sugiero con mi dedo inquisidor. Belén me intimida con esa mirada que me heredó en el juego de la genética.

Lo complejo de la educación de hoy es que los estudiantes perdieron la capacidad, no se sabe cuándo ni cómo, de “ver” un centímetro más allá de la última palabra que escuchó en la Institución educativa. Alguien le robó los dragones de la infancia y se hicieron “doctores” resolviendo tareas inservibles.

Estoy seguro que Belén anda en busca de identidad. No la del cruce de los apellidos y sus expediciones antropológicas. La idea es que pueda sobrevivir en ese mar revuelto, no como nosotros los adultos, que nos enseñaron a flotar y la corriente hacía el resto.

Ella deberá sortear con lujo de detalles lo que propone con bombos y platillos el gobierno nacional: masticar unas cuantas competencias en ciencias, tecnología y emprendimiento para saciar el ego de ese endriago insaciable que se llama sociedad de consumo.   Sin embargo, Cajiao (2019), Belén y yo, en eso llegamos a un acuerdo de compinches, creemos que “las escuelas y universidades deben dejar de lado muchas cosas para dedicar tiempo a pensar la vida y reescribirla, para ayudar a chicos y chicas a tener un cuento de sí mismos, de su mundo, de sus sueños y de las formas de enfrentar la inmensa incertidumbre en que siempre se mueve el porvenir”

-¿Otro helado, abuelito?- Está a punto de convencerme, pero no. –Ya está bueno de dulce, jovencita– Lo asiente, pero no lo acepta. Baja la cabeza. Manipula.

El dragón de cuello interminable se posa en el parqueadero del Centro comercial Los mayales, no se le observa maldad en la mirada, no vomita desgracias, parece triste.

-¿De vainilla, puede ser?– Mi voz es alcahuetería pura. Me mira y sonríe. Sabe que con eso basta para desarmarme el alma.

Desde arriba Valledupar es un bosque tejido de mangos. Las manitas de Belén se aferran a mi cintura.

Ese es el cerro de la Popa, ese el edificio de la antigua Caja agraria, ese es el río Guatapurí…-

El timbre avisa que son las 4 de la mañana y los dragones siguen en la habitación semioscura de Belén.

Por Lic Osmen Ospino Zárate

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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