El concepto de estado históricamente se ha visto relacionado con diversas definiciones y factores que van más allá del significado y el sentido que se les confiere desde el ámbito social y cognitivo. En algunas ocasiones las definiciones lo acercan al término de sociedad y otras, el antagonismo que se cree existe entre ambos, termina legitimando lo que expresa Mortati (2001), respecto a           que el estado, “es un ordenamiento jurídico para los fines generales que ejerce el poder soberano en un territorio determinado, al que están subordinados necesariamente los sujetos que pertenecen a él”. Tal ordenamiento, como se viene argumentando está dentro de las lógicas sociales de la época, pues, es menester decir, que el uso habitual de los conceptos de territorio, derecho y soberanía, lo que hace es ampliar su campo de estudio y definir los alcances que caracteriza el poder estatal en calidad de herramienta que regula la institucionalización jurídico/política.

Es obvio, por tanto, entender la relación entre estado y poder político, como es imperativo también, tener claridad sobre la necesidad de que exista un conglomerado poblacional para justificar el ejercicio del poder. El poder revestido de la utilidad social necesaria desde lo colectivo implica, desde el buen sentido de la palabra, la entrada en escena del término gobierno, que atado al concepto de régimen político, lo que permite es que ciudadanos y mandatarios se acerquen a términos complejos como república, nación o patria. Para que posteriormente se puedan contextualizar desde las dinámicas de la cultura política, observada desde sus 2 vertientes más importantes: la democracia y la ciudadanía.

Para tales efectos es imposible comprender la democracia por fuera del entorno de la ciudadanía. Porque como miembros significativos de la cultura política se han venido nutriendo históricamente de hechos, situaciones y acontecimientos que han revolucionado el devenir de los pueblos.

Desde los tiempos de Grecia y Roma, pasando por las reflexiones de Bobbio (2000) y retomando a Nietzsche (1980) los conceptos de representación y participación, han estado orientado por la relación entre caudillo y cauda o sobre dirigente y dirigido. Siendo así, orientación y participación se circunscribe en una categoría superior a la vinculación directa o indirecta de los ciudadanos a una elección en donde periódicamente se escogen dignatarios para dirigir el destino de una entidad territorial. Sin embargo, es de conocimiento público que la capacidad de incidencia que tienen las personas en el rumbo de los acontecimientos de los pueblos es cada vez más traumático, sobre todo, cuando la decisión que se tome, debe por obvias razones potenciar el bien común.

Se insiste, entonces, que bien común, es darle bienestar a la mayoría de las personas a partir de políticas públicas que acerquen la política estatal a las personas comunes y corrientes. Nada más complicado por la serie de caminos intrincados que ha debido recorrer la democracia en un mundo cada día más autoritario y pesimista. Sin embargo para Subirats (2003), “desde un punto de vista más estrictamente político, lo primero es entender que la política no se acaba en las instituciones. Y lo segundo es que política quiere decir capacidad de dar respuestas a los problemas colectivos de la ciudadanía”. Por tanto, hablar de política, implica el acompañamiento de la mayor cantidad posible de sujetos sociales que desarrollen tal iniciativa de carácter comunitario. Pues las satisfacciones personales, políticas e interpersonales, son por razones obvias la esencia concreta de todo sistema político.

De tal conceptualización se podría derivar una visión psicológica del asunto: es decir, la cultura política debe apuntarle a estabilizar conocimientos, dinámicas, valores, creencias, sentimientos, predisposiciones y actitudes de los ciudadanos frente a la política y a sus lógicas estructurales y coyunturales.

Es necesario en estos tiempos de convulsión política abordar los cambios políticos desde el paradigma de las sociedades postindustriales, la modernidad y las aldeas globales. De ahí se desglosa que lo político inexorablemente es un bien público y que en ello subyace con mucha fuerza el intercambio de ideas como motor sustancial que equilibra tales lógicas sociales.

En Colombia la cultura política siempre ha tenido una desmesurada tendencia apostólica que se materializa en un triángulo que ha viciado su esencia fundante, por cuanto siempre se ha privilegiado la relación entre religiosidad, el sistema educativo y la intolerancia político/ideológica. Algunos autores como López (2001), caracterizan y documentan al lado de la cultura política, a la violencia política.

Los múltiples estudios sobre cultura política en el país, no son más que estadísticas frías que no representan el modelo de comprensión de los ciudadanos frente al tema. Una violencia explícita alrededor de todos los fenómenos ciudadanos fabrica un panorama de incertidumbre que impide observar con criticidad y reflexión que está ocurriendo más allá del estruendo de los fusiles y de las repetitivas jornadas electorales que no cambian en nada la situación social de los colombianos.

Se cree, hoy más que nunca, necesario, separar la religiosidad de los asuntos puramente estatales; es imprescindible y urgente que el sistema educativo nacional retome el basamento científico y laico para aclimatar una mejor convivencia en la sociedad; y por supuesto, no se puede seguir avivando odios partidistas en el seno del debate político, por cuanto es el pueblo quien sufre la intolerancia ideológica, no solo por la cantidad exacerbada de muertos, desplazados y desterrados que enarbolamos, sino por la capacidad que han ido perdiendo los ciudadanos para consagrarse como tal, en el sentido que el miedo, la corrupción y el terror son la medida real de la cultura política en la cual estamos inmersos.

 

Osmen Wiston Ospino Zárate
Pedagogo:Normal Marina Ariza Santiago
Licenciado en Administración Educativa: Universidad San Buenaventura
Especialista en Metodologías del Español y la literatura: Universidad de Pamplona
Especialista en Educación con enfasis en evaluación educativa:Universidad Santo Tomás.
Diplomado en Políticas educativas públicas: Universidad Pedagógica Nacional.

Diplomado en Investigación Socio-jurídica: Fundación Universitaria del Área Andina.

Diplomado en Docencia Universitaria: Convenio INFOTEP-Escuela de Minería de la Guajira – EMG.

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