Una bicicleta no es una bicicleta, es la oportunidad de domesticar las distancias. No es un aparato con ruedas, sillín y manubrios, es la opción imperdible de vencer los miedos, de ser un rebelde y sentir por la entrepierna una cuestión sin significado real que se denomina adrenalina. La bicicleta no es un caballito de acero, es el principal instrumento con que algunos colombianos reconocen la palabra dignidad; es más un tal Cochise en una bicicleta nos enseñó el cada vez más pasado de moda, Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal, sin que eso significara una calificación en la clase de Historia.

Todo niño que se respete en este pedazo de continente tercermundista ha soñado con una bicicleta para huirle al hambre, a la indiferencia, a la miseria. Todos hemos añorado alguna para ganar el Tour de france o para repartir panes en las tiendas del barrio, para arriesgar la vida bajando raudos por los caminos escabrosos de las montañas o para pasear a la novia de turno en la parrilla delantera por el parque. Todos queríamos una puta bicicleta para sentirnos libres. Pero el milagro de ser libre no es una cuestión de bicicletas, es un asunto de educación de calidad. A la mayoría de los niños colombianos la bicicleta no les llegó, como tampoco les ha llegado, y al paso que vamos tampoco les llegará, una educación de calidad.

Una educación de calidad es una que se fundamenta en la criticidad, en la reflexión, en la convicción ética y política, y por supuesto, que tenga una conexión evidente con el mundo real.

Una educación que enseñe a pensar y a soñar, enmarcada en el juicio incesante de las ciencias y en la emocionalidad de los sentimientos, una educación que esté en permanente búsqueda de preguntas, que no esté comprometida con respuestas esquizofrénicas, que se las juegue todas en el etéreo romance de las dudas hoy, mañana y siempre. Por tanto, una educación que deje al patrimonio de los cuentos de fin de año el chiste melancólico del sujeto bonachón del trineo trayendo bicicletas en las madrugadas navideñas.

Él es un cachaco con pinta de cachaco: estatura baja, relleno, no gordo, rubio, ojos verdes, ágil, matemático de una Universidad paramuna, versátil, bueno con los números, palabrero irresistible, excelente para el baloncesto, embaucador de linaje, un chamán vestido de jeans azul y suéter gris cuello de tortuga.   Yo, habitante invisible del grado octavo por convicción, pésimo para las ecuaciones de primer grado, para la indescifrable tabla periódica, para los 35 casos de factorización, para todo aquello que era obligatorio, sacramental e ineludible. Yo, un secreto fans de las historia literarias, admirador furibundo de la piedra filosofal de la inteligencia, amigo irredimible de la fantasía de la historia, de la megalomanía de los accidentes geográficos… Nada de números, el tipo de los libros, en pelotas, con la mano en la barbilla “arreglando” el mundo, pensamiento puro; eso era lo mío. Desgraciadamente para eso, como para la bicicleta, no había niño Dios posible.

El cachaco trajo en su valija a La maría, la Vorágine, Cien años de soledad, los cuentos del Decamerón, el Príncipe, un desorden mayúsculo para un lector joven y voraz. Después le pasé cuenta de cobro a la vieja biblioteca del Colegio y crecí. El mundo era pequeño, fácil de recorrer en una bicicleta, complicado de entenderlo desde un pueblo colonialista, esclavizado por la ignorancia, pero feliz de ser así. Yo por leer a mis anchas y el pueblo por besar la mano de su victimario.

Lo aclaro: mi padre era un niño Dios sin trineos y sin barbas blancas que regalaba camisas, zapatos, calzoncillos, los tres golpes y lo que el imaginaba importante de la lista de útiles escolares, o para ser sincero, para lo que alcanzara, la educación no era una prioridad para él, era una obligación impagable. La bicicleta como pueden ver era un privilegio de los niños de la Plaza. Después aprendí con dolor que la desigualdad social no nace en los sectores marginales de las ciudades como se nos intenta enseñar en los libros, si no que se inventa en los clubes sociales de la capital al calor de un elitista whisky escocés y una balada bobalicona de Julio Iglesias.

Lo reitero, crecí, pero no tanto para olvidar cómo aprendía en aquellos tiempos remotos. Aprendí que todo aquello que dicen los libros y los profesores es una simple versión personal de la realidad. Y que es necesario siempre, entender que todo se complementa, todo interactúa y todo está por ser desaprendido y reaprendido cada vez y en todo momento. Afortunadamente en eso el mundo no ha cambiado, la educación tampoco, así se insista de manera fanatizada con la película de las Tics y el Inglés.

Los docentes de hoy no somos niños dioses ni nada por el estilo, somos compañeros de viaje en la aventura de convertir las informaciones en conocimientos pertinentes para continuar con la siguiente pregunta. No podemos prometer ni comprar bicicletas, que alguien nos libre de caer en semejante acto heroico. Estamos para comentarles a los estudiantes que nada basta en el amplio espectro de los conceptos, las teorías, los pensamientos, las ideas y los sentimientos. Nos corresponde “bajarlos de la nube” de los halagos insoportables y decirles que lo aprendido hoy ya pasó, que está fuera de contexto, porque  precisamente sus razones y efectos ya no funcionan. Que el abecedario del aprendizaje lo espera, analfabeto después de tantos elogios floridos, eso es lo que somos, afortunadamente.

En enero volveré con la idea clara que el mundo cambió, eso indica que lo hecho por bueno que parezca ya no aplica. No pensaré en el niño Dios de mi infancia, ni en la frustración de ver pasar por mi ventana raudos en sus bicicletas modernas hacia el planeta de la felicidad a aquellos niños que si tenían niños dioses en sus casas para alimentar la palabra felicidad.

Mi padre cruza la plaza con paso cansino. Lleva puesto su célebre sombrero vueltiao, camisa a rayas azules manga larga, pantalón café, zapatos negros bien lustrados, mochila arhuaca, huele a María farina, altivo, los únicos pobres que vivíamos en la plaza éramos nosotros, eso lo hacía sentir orgulloso, eso sí, nada de bicicletas, los libros, los cuadernos, los tres golpes y la ropa sí. No sentía frustración, ni tenía por qué imaginarse qué sentía yo.

En enero volveré al Colegio a ser un compañero de viaje que discrepará, que no estará de acuerdo, que alentará, que confrontará a cerca de esa próxima pregunta que nos traerá más dudas que certezas. No habrá, eso nunca, una promesa de bicicleta para nadie, el niño Dios seguirá siendo un invento coyuntural de los expertos que negocian con las creencias colectivas. Mi padre sabía mucho de eso.

Por Osmen Ospino Zárate

@osmenw

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