Por Osmen Ospino Zárate
En los últimos años han sido notorios los esfuerzos de los gobiernos del hemisferio para mejorar los estándares de calidad de la educación en América latina. Las propuestas para cambiarle el rumbo a la formación inicial y en servicio de los maestros han avanzado muy lentamente y de manera generalizada son pocos los efectos reales que tienen en el la actividad escolar del aula de clase.
La estructura curricular de los programas docente está cuestionada y en crisis. Algunos piensan que aún los maestros están intentando descubrir el fuego frotando piedras y creyendo que la docencia es un apostolado que proviene de asuntos divinos y no una consecuencia lógica del estudio riguroso de las Ciencias.
Por tal motivo es incuestionable que la distancia que separa a nuestros países de las naciones desarrolladas siga siendo muy significativa y que haya un sinnúmero de asignaturas pendientes en el terreno de la profesionalización docente. No se trata obviamente de acumulación de títulos universitarios, de incrementos salariales o de reconocimientos fortuitos. El profesional de la docencia está en mora de actuar al margen de sus creencias religiosas, des-activar los prejuicios personales y fortalecer su discurso científico, disciplinar y pedagógico, sin perder de vista el componente político y ético que subyace en la labor educativa.
En tal sentido, “ya no alcanza con que un maestro sepa lo que va a enseñar y tenga una buena formación a cerca del proceso de enseñanza aprendizaje. La complejidad de la tarea requiere de un cambio de enfoque que abra oportunidades para una redefinición del lugar de la enseñanza como actividad social” (Vaillant, 2005). Es decir, ser maestro implica ir más allá de las tareas insubstanciales que mutan más en castigos, que en verdaderas herramientas para elaborar conocimientos.
La actividad escolar es esencia una actividad netamente social que suele incorporar los insumos y elementos funcionales de la familia, los saberes cotidianos de los diálogos de la calle, los sesgos intencionados de los medios masivos de comunicación, los relatos socio históricos de las comunidades, las voces silenciadas de las culturas y subculturas de la ciudadanía, y de manera inevitable, las elegías cada vez más recurrentes de las distintas versiones de la religión prohijadas por la apuesta decidida del estado laico.
Sin embargo los docentes siguen confundiendo el uso de la lista de calificaciones con autoridad, se reafirman en “dimes y diretes” de pasillo y pasan de agache ante las últimas investigaciones pedagógicas. Creen que las garantías que se gestionan a través de los manuales de convivencia deben seguir proscribiendo a los homosexuales, a los que piensan distinto, a las minorías… y así es muy complicado ser un profesional de la docencia en estos tiempos.
Los docentes siguen evadiendo la relación lógica que se da entre sus conocimientos hiperbólicos y los míseros resultados académicos de sus estudiantes. Creen que existen taras sociales que impiden que los niños y jóvenes que la sociedad les confía, sirvan solamente para engrosar las filas de la pobreza y la miseria que juiciosamente define el DANE, como las causas endémicas para que sigamos anclados en una sociedad medieval, esclavista y coercitiva.
Se podría decir entonces, que el término profesionalismo en relación con el oficio del docente se utiliza para describir a todas aquellas prácticas, comportamientos y actitudes que se rigen por las normas preestablecidas del respeto, la mesura, la objetividad y la efectividad en todas las áreas de su desempeño. No está escrita en parte alguna de la legislación educativa o en las teorías en las cuales se soporta el fenómeno educativo universal. No tiene por qué estarlo, pero para exigir un ensayo hay que saber escribir ensayos. Para corregir un texto hay que saber escribir un texto. Para exigir que nuestros estudiantes lean, hay que leerse mínimo 12 libros al año.
El docente se convirtió de la noche a la mañana en un pequeño dictador que hace parte de un gremio de eruditos cuya especialidad es corregir. Un reyezuelo que impone comportamientos y conductas sin fundamentos teóricos, amparados en la falta de lectura de sus estudiantes y en la soberbia de unos saberes íntimos impracticables en la realidad. No producen nada, pero enseñan mucho… de tanto repetírselo, se lo creen.
Mientras tanto los estudiantes pulsan la tecla “suprimir” sobre la imagen de ese docente frívolo y arrogante y se instalan en “otra” realidad. Una realidad más agradable, un espacio donde cuentan con él… un ámbito de debate, con muchas preguntas, con muchas búsquedas. Una zona de distensión en donde el conocimiento es pura creación humana; no es genético, no tiene estrato social, no baja del cielo… es reflexión y criticidad, estudio y rigor científico en su máxima expresión.
Por tanto “hablar de educación en estos tiempos, requiere situarse desde la perspectiva del aprendizaje más que desde la perspectiva de la enseñanza. El estudiante es quien aprende. El énfasis puesto en el estudiante, como sujeto que aprende, situándole en el centro del proceso de enseñanza aprendizaje, implica enseñarle a <aprender a aprender> y <aprender a pensar>” (De Luque, 2006). Entonces, es imperativo tener más maestros reflexionando sobre el tema educativo. Comprometidos de alguna manera en la tarea de reconocer, crear y re-crear el conocimiento, entendiendo que dicho conocimiento es el combustible con que negociamos en el día a día los cimientos de nuestra cultura.
Aunque cada día es menos evidente y creíble que la debacle social de Colombia se reduzca a los bajos niveles de credibilidad y competencia del gremio docente, es un hecho que los profesionales de la docencia deben incorporar en su quehacer escolar, “negociaciones y transacciones que permitan proponer acuerdos y, adicionalmente pensar en las formas como nuestros estudiantes elaboran pensamiento para compartir nuestras estructuras mentales” (Castañeda, 2006).
Es posible, entonces, reflexionar y compartir pensamiento al amparo de una taza de café, a repensar el aula de clase desde lo humano, y a lo mejor, es lo que se espera, a recomponer la sociedad, pues como dice (Tenti, 2007), “mientras no se invente la máquina de enseñar, los maestros seguirán siendo la pieza fundamental”.
Después habrá tiempo para otra ahora si merecida taza de café…