Las palabras viajan hacia el acantilado. Sus voces silenciadas descienden hasta el fondo. Es una ceremonia áspera que se toma muchas cuadras entre la palabra educación y su contraparte ineludible la palabra violencia. La educación es utópica, redencional y revolucionaria. Sin un gol de James Rodriguez como colofón. Con el “Padre nuestro que estás en los cielos”, que se debiera recitar todas las mañanas en las aulas colombianas cantada por Marze Rodríguez: “Si el escándalo del siglo lo olvidamos con un gol, si la selección de fútbol al mundial clasificó, está es mi tierra linda, es mi nación, parece de mentiras, pueblo guevón, está es mi patria boba, es mi nación, pueblo guevón, pueblo guevón”.

La palabra educación desde sus orígenes fue pensada para cambiar el mundo, es así. Ese viaje sin retorno tenía la íntima ilusión de llegar a la profundidad de lo real, a los adjetivos secretos de las cosas, al pasado concreto y sin simulacros, en definitiva, a una ética de por qué cambiar el mundo.

Sin embargo, la palabra educación es difusa, casi invisible, agonizante acaricia los propios fondos de sus otras “palabras” (Política, pedagogía, didáctica, evaluación, vida, éxito… en fin), todas ellas sin poder hacer duelo de sí mismas, observando sin impresionarse la cantidad de muertos y desaparecidos que va dejando regados en las calles, pasillos, laboratorios, aulas y caminos. Muertos y desaparecidos que se llamaron en alguna ocasión estudiantes. Pero que hoy son siluetas fantasmales que se esconden detrás del Himno nacional, que asustan en medio de los cientos de cadáveres de computadores y que se “burlan” de las tareas inútiles que carecen de palabras.

La educación se matrimonió sin pedirle permiso a nadie con una violencia discursiva que es dominación y fragilidad. Propietaria de un relato interpretativo de su propia ceguera, de una barbarie innegable que la hará figurar más temprano que tarde en los libros de la idiotez, como una homicida más repudiada por la historia. Una educación que intenta soluciones para lo que no existe y olvida de tajo que la conciencia humana posee las palabras necesarias, que los “135” casos de factorización deja por fuera del filme de la felicidad.

En ese orden de ideas no es difícil pensar que en las aulas de clase se presenten día a día escenas en donde lo importante sea empequeñecer la vida. Escenas de números pegados en los tableros que no se relacionan con los elementos de la realidad, cientos de fotocopias impagables que se correlacionan solamente con el espejo retrovisor de un docente carcomido por la venganza pedagógica, ese nuevo delito social que le impide vivir en paz. Y también, como para conservar su reputación medieval, una pléyade de maniobras tácticas inventadas no se sabe por quién, corta y copia de Internet muchas, muchas preguntas sin contexto para “recuperar” lo que no fue capaz de “enseñar”. O aquello que los estudiantes no pudieron, o no quisieron, o no les interesa “aprender”. El balón en el partido de fútbol de las responsabilidades queramos o no regresa al campo en donde el docente se llama Lionel Messi.

¿Nos da miedo enseñar, les da miedo aprender?: sigue siendo una pregunta arrogante, subjetiva y social. La educación tiene una malla curricular miedosa, cobarde y egoísta. Por ello su lógica histórica e inexorable sigue siendo el castigo, la estigmatización, la mediocridad y la violencia. Eso indica que habitamos en un mundo miserable donde los límites clásicos están escritos con palabras bélicas que convierte a la injusticia en el apellido de las nuevas generaciones de estudiantes.

Es urgente razonar sobre las cavernas pretéritas de las palabras, en los recodos del lenguaje, en el espíritu de la época en la cual la educación elaboró la memoria largoplacista de la humanidad, reconocer por ejemplo, que educar al otro o a los otros es educarnos a nosotros, equipolencia le denomina, Francisco Reyes, experto del Instituto nacional superior de pedagogía, en el prólogo de mi libro, “Mitos y antimitos del aula de clase”, pero que controvierte a continuación, afirmando que “los actos educativos no son actos neutros, sino que por el contrario tienen una intención y una finalidad tanto cognitiva como política, y en mayor o menor medida también suscitan ciertos estados afectivos y sentimentales. Desde esa perspectiva soy muy escéptico y desconfiado de los discursos que postulan una supuesta igualdad de condiciones y de situaciones entre el educador y el educando”. La palabra educación supone placer. Pero la forma del placer, los insumos que  lo constituyen, los caminos que se recorren y los conceptos que la transfiguran deben elegirlas los actores que participan de la escena.

Pero no; docentes, estudiantes, padres de familia, estado, gobierno y la sociedad en su conjunto decidieron practicarla hasta el final como un acto humano más que no hemos sido capaces de ejecutar.

No quedan dudas posibles, para salvar la educación, hay que salvar la palabra educación. Se debe acceder a esa conciencia racional que siempre ha lucido, a ese momento preciso del espíritu educativo, que no es más que la enseñanza crítica relacionada con el aprendizaje contestatario: ese que se debe preguntar, por joder, solo por eso, ¿por qué los estudiantes no aprenden geometría?, simple: por qué las figuras geométricas dibujadas en el tablero, perfectas la mayoría de las veces, digamos, no se relacionan con las figuras geométricas que habitan en el aula de clase y en el mundo real, donde paradójicamente va a vivir el estudiante.

Para fortuna o para desgracia de los estudiantes esas líneas, cuadros, rombos y círculos aterran por su temporalidad, asustan por la cercanía de su fecha de vencimiento. En cambio, para su fortuna o para su desgracia los cubos, triángulos, ángulos y  rectángulos reales, los que no se borran con la yema de los dedos, si no los aprenden, se convertirán toda la vida en una pesadilla sin fin. En una persecución terrorífica. El zombi lleva una motosierra en sus manos. Son las ocho de la noche. No es una broma pesada, la línea sigue siendo aún una sucesión continua de puntos en el espacio.

Frente a lo dicho anteriormente la palabra educación está en un infierno, silenciada, atada, suspendida. Aunque no lo reconozca está atrapada por ese lógica desmemorizante de los sistemas calidad, los memorandos ridículos, el doblemoralismo de los “Gerentes” educativos y las fatigantes tareas.

En tal situación la conciencia crítica que es una de las razones de ser de la educación no va más. Está en condición agónica. No más integridad ética, ni valores, ni cientificidad, los sentidos supremos de la vida del hombre es un debate bizantino sobre por qué los pobres eligen a los ricos para que les coloquen una marquilla caliente en las posaderas por los días de los días. ¿Debo decir amén, cierto?

Hoy por hoy esa palabra que aún se llama educación está desquiciada, descompuesta. Las letras con las cuales fue elaborada cuidadosamente que al comienzo fueron armónicas y bienintencionadas no sobreviven. La travesía por los territorios del odio, los campos de concentración de la venganza y por los palacios de la muerte la dejaron en manos de decenas de verdugos.

Los tantos significados y sentidos de la palabra educación se hicieron viejos e inaplicables. Nunca volvieron, se quedaron allá. Aunque son tiempos nuevos, es necesario el retorno de la palabra antigua: educación reflexiva, crítica, laica, científica, pluralista, democrática.

No le teman al abismo que se abre debajo de la palabra educación. Lo que debe atemorizar son los lugares comunes, el olvido, la creencia absoluta, la superstición.

En las Instituciones educativas ya no hay aire para la voz, para el decir, sino órdenes flagelantes que ahogan y sumergen en las tinieblas de una educación concluida, previsible, controlada, mascarizada. Para sobrevivir, apenas.

El agente de policía revisa documentos, confronta rostros, confirma nombres. – ¿Nombre?-El tono es arrogante: -Educación-, la voz es un quejido apenas.

Las risotadas retumban a lo largo y ancho de la calle. La camisa sigue siendo blanca, la jardinera sigue siendo azul, las medias siguen siendo blancas, los zapatos corroídos siguen siendo negros.

El chiste desgastado que repite sin ton ni son que “Educamos con o para…”, sobrevive apenas…

 

Por Osmen Ospino Zárate

 

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