Tulio Hernández es categórico cuando se refiere al discurso demagógico de los violentos, unas veces arropados en el uniforme de la legalidad y en muchas ocasiones ataviados en el ropaje de la ilegalidad: “Llegas a mi casa, pateas a mi familia, destrozas la vivienda, me encarcelas sin debido proceso, me retienes por pensar distinto, ofendes la memoria de mis ancestros, persigues y mandas a la clandestinidad a mis iguales, asesinas mis copartidarios y después de darme dos bofetadas y escupirme en el rostro me dices con la sonrisa de quien jamás ha emitido una ofensa ni un agravio: Querido compatriota, yo lo que quiero es paz sin impunidad”.

José Vicente Gómez, un dictador venezolano acuñó en aquellos tiempos tenebrosos en que las mafias caraqueñas inventaban la guerra, una luminosa frase publicitaria para engatusar a los idealistas de la paz, es decir a las víctimas de la violencia. Aún en estos tiempos, siguen siendo la misma cosa: Unión, paz y trabajo. Con ese mismo slogan los jóvenes de la Generación del 28 respondían irónicamente: Unión en las cárceles, paz en los cementerios y trabajo en las carreteras.

En Colombia los pregoneros de la violencia instauraron una receta perversa, perfectamente aceitada en los medios de comunicación masiva, sincronizada con el discurso melancólico de las FARC y aplaudida a rabiar por más de 8 años por una masa amorfa y estupidizada: Seguridad democrática, cohesión social, confianza inversionista, estado austero y diálogo popular.

No sé si la ironía alcance para darle significado “concreto” a la realidad colombiana. Pero así ocurrió y sigue ocurriendo. La seguridad democrática fue una alianza maléfica entre lo legal y lo ilegal para proteger a los empresarios, politiqueros y a los gamonales. Y, si, también para despojar de las tierras productivas a los campesinos honestos. La cédula de ciudadanía de estos colombianos de la noche a la mañana rezaba: desplazado, muerto o desaparecido. O, terrorista, apátrida, vomitaba el periodismo violento en un noticiero de la capital del país.

La cohesión social fue un discurso insulso que se le impuso a grandes grupos de la población colombiana, basado en la percepción de pertenencia a un proyecto de país o situación común para todos los colombianos. De esa manera las el miedo a las FARC elegían a Uribe a la Presidencia, porque los violentos creen que para derrotar la violencia, es necesaria más violencia.

La confianza inversionista para la Revista PORTAFOLIO implica “la producción de efectos multiplicadores en la economía que hacen que el progreso económico y social sea mayor al proyectado”. La confianza inversionista en Colombia consistió en “abrirle las piernas” de par en par a los empresarios nacionales y extranjeros sin que el colombiano común y corriente obtuviera beneficios sociales efectivos.

Lo que si se sigue observando son los terribles daños ambientales en los páramos y en las cuencas hidrográficas, el desplazamiento y asesinato de grupos indígenas y sindicalistas en beneficio de las multinacionales del carbón y del petróleo, la venta de empresas estatales a precios irrisorios y el enriquecimiento de las familias elitistas del país a partir de la compra de propiedades expoliadas a campesinos a bajos costos.

Confianza inversionista por lo menos en Colombia significa cruelmente la riqueza para los ricos y la miseria para los electores de los ricos.

El estado austero según los pontífices de la politiquería nacional buscaba promover “una nueva cultura de administración de lo público con eficacia, transparencia, productividad y austeridad”. Muy bonita definición en el papel. Intentemos traducirla desde la realidad colombiana: eficacia para eliminar a los contradictores políticos democráticos: redujeron a la nada a los partidos tradicionales y estigmatizaron con el sello de colaboradores del terrorismo a los independientes y a la izquierda democrática. Muy eficaces.

Su concepto de transparencia es digna de los peores mandatarios corruptos de todos los tiempos: colocaron el estado social de derecho al servicio de las mafias, delinquir y huir se convirtió en un himno institucional y responder a las múltiples denuncias por los delitos cometidos con agresiones infundadas era el modus operandi más común. Quien pensara de otra manera era terrorista.

La productividad y la austeridad fueron y siguen siendo un mal chiste: las tierras cultivables se le endosaban a los hacendados y los campesinos después de haber sido propietarios, debían convertirse en obreros rasos de los empresarios del campo. De hecho para la justicia colombiana es más fácil probar que los ladrones de las fincas eran los propietarios, que los campesinos reclamarlas en calidad de dueños legítimos. El cuestionado programa de AGRO INGRESO SEGURO es una prueba descomunal del arrodillamiento del estado a la corrupción y al despilfarro de los dineros públicos.

El dialogo popular a grandes rasgos en Colombia ha servido para “popularizar” los seudo-logros del gobierno de turno y, desde luego, quizás para comunicar algunas iniciativas positivas, sin embargo lean lo que pasó en un sonado consejo comunitario: El alcalde del municipio El Roble en Sucre, Eudaldo León Díaz Salgado, se puso de pie en medio de la muchedumbre con un calor asfixiante en pleno Concejo Comunitario del entonces Presidente de Colombia, en Corozal (Sucre), y le gritó a voz en cuello: “¡Señor presidente, a mí me van a matar!”.

Lo dijo en marzo de 2003 y en menos de un mes, exactamente el cinco de abril fue secuestrado, cinco días después, apareció su cuerpo sin vida a tres kilómetros de Sincelejo, la capital del departamento de Sucre. En esa zona ganadera de tradición paramilitar, Díaz había sido uno de los pocos alcaldes elegidos por el Polo Democrático. Pese al asesinato del alcalde del Roble, a sus denuncias, a los señalamientos en sus cartas y a las suplicas en plena televisión nacional al Presidente del país para que lo ayudara y no lo dejara matar: La presidencia de la república nombró al responsable del asesinato del alcalde en el cuerpo diplomático de la embajada de Colombia en Chile. Eficiente, por lo menos en este caso aberrante, el tal dialogo popular, cierto.

La paz de los violentos es esa versión de una Colombia en donde las vacas disponen de más tierras que las familias campesinas, en donde las multinacionales se asocian con los grupos ilegales para pisotear los derechos laborales de los empleados, en donde los corruptos sonríen cada 4 años en las tarjetas electorales, a sabiendas que van a ser elegidos eternamente. O, la esposa, el hijo, el cuñado, da igual, la corrupción en Colombia es una cuestión de genes.

Esa C (Colombia) mayúscula en las posaderas de las nuevas generaciones de compatriotas no puede seguir siendo la marca indeleble que los violentos quieren revivir a través de querer imponer una “paz” en donde el odio, la desigualdad social, la corrupción y el delito subyacen agazapados en el reclamo de una paz sin impunidad a la cual todos aspiramos.

 

Osmen Wiston Ospino Zárate
Pedagogo:Normal Marina Ariza Santiago
Licenciado en Administración Educativa: Universidad San Buenaventura
Especialista en Metodologías del Español y la literatura: Universidad de Pamplona
Especialista en Educación con enfasis en evaluación educativa:Universidad Santo Tomás.
Diplomado en Políticas educativas públicas: Universidad Pedagógica Nacional.

Diplomado en Investigación Socio-jurídica: Fundación Universitaria del Área Andina.

Diplomado en Docencia Universitaria: Convenio INFOTEP-Escuela de Minería de la Guajira – EMG.

 

 

 

 

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